viernes, 28 de enero de 2011

A esa vieja manta de cuadros

Es curioso como a veces, con ayuda de un estado de animo, o una música o un determinado color en el cielo, te viene a la mente un objeto aparentemente inanimado pero al que asocias un sentimiento.
Esa manta que siempre va en el coche, olvidada por todos incluso por la lavadora. Endurecida ya de tanto calentarse en verano y congelarse en invierno.
Recuerdos de cuando ella era mas joven, cuando todos éramos mas jóvenes, en esos lejanos tiempos en los que las familias quedaban un sábado para recorrer un pequeño tramo de Pedriza. ¡qué tiempos aquellos! En los que unos platos de loza abrazados uno contra otro sostenían entre si una jugosa tortilla de patata. Esas tarteras metálicas últimos vestigios de una época, preludio del tuperware, que contenían croquetas frías.
En aquellas jornadas de sanas excursiones, los niños varones jugaban al fútbol con sus padres junto a algún riachuelo de aguas heladas, deseando en su pequeño interior que la pelota se cayera al agua para poder gozar de alguna divertida aventura.
Las niñas se sentaban en torno a la mantita jugando a alguna historia que iban inventando sobre la marcha. Las que ya se iban haciendo mayores charlaban de sus cosas en voz baja para no ser oídas por indiscretas orejas, para gracia y recochineo de sus madres.
El recuerdo en cuestión, me lo ha traído una ráfaga de aire frío en la cara. Curioso.
Un día en que una familia muy similar a la nuestra, dos niñas y un niño, con una hermana mediana llamada Elena como yo, nos fuimos cerca de Abantos. Elegimos el soleado sitio donde quedarnos a comer y los hombres querían irse al pico más alto.
En aquellos añorados tiempos se podía dejar las bolsas con la comida y marcharse tranquilamente a dar una vuelta hasta la hora de comer y, al volver, tenerlo todo en su sitio y sin tocar. A medida que se subía, hacía una brisa mas intensa y mas fría así que las dos Elenas decidimos quedarnos en el campamento base. El resto se marcharon a seguir caminando por allí. Echamos la manta de cuadros, por aquel entonces mullida y sin jirones, sobre una roca. Roca típica de la sierra madrileña, redondeada, de granito, suave en sus formas y casi cómoda para echarse una siestita.
El sol de primavera calentaba pero la brisa no ayudaba a sentarse cómodamente a charlar. Nos tumbamos, el granito de la roca comenzó a traspasar su calor a nuestras espaldas.
¡Qué momento!
El inconfundible silbido del aire en las hojas puntiagudas de los pinos.
El olor a jara y su resina calentada por esos primeros rayos fuertes del sol de primavera. El calorcito de la roca granítica en la espalda. No sé cuanto tiempo estuvimos así. Ni siquiera me acuerdo de lo que hablabamos, tumbadas bajo un pino alto y cabezón como son en la sierra, supongo que imaginando formas en las nubes. Cosas de niñas.
Lo mejor es que a ese momento, a ese relax he acudido casi inconscientemente en épocas muy estresantes de mi vida. Gracias a ese recuerdo muchas veces he podido respirar hondo y calmar un huracán que estaba por llegar.

Y todo gracias a una manta.

Roja y negra.

De cuadros.   



                                                                                                      Elena Rascón

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